Me levante antes que el gallo cantara, no sé si de susto o de emoción. Revisé mi maleta y acomodé algunas cosas que faltaban. Fui tan meticuloso al ordenar mi equipaje, que solo me tocó devolverme por el tiquete que se me estaba quedando en un archivador de mi cuarto. De camino al aeropuerto, viajé con 2 compañeras y fuimos los primeros en llegar. Cuando nos reunimos con todo el grupo, nos dispusimos después de los trámites correspondientes, a esperar el momento indicado para abordar. Llegada la hora, era nuestro turno de ingresar al temido “pájaro” (avión) como diría una tía abuela. Es necesario decir que esa era mi primera vez y que por obvias razones viajaría por una ruta diferente a tierra o agua. Estando en el punto más elevado, mis nervios que no se exteriorizaron en gritos o gestos de suspenso, se condensaron enteramente en una pregunta existencial y filosófica ¿Qué hago yo montado en esta cosa? Pasados los cuestionamientos existenciales, me dediqué a ver las nubes que parecían pedazos de algodón suspendidos en el aire y el inmenso mar que, superaba por varias gigas de imaginación las proporciones de mi rio Cauca. Cuando aterrizó el pájaro, caminé por el túnel con una emoción tal que parecía astronauta llegando a la Luna, tipo estreno de Hollywood: el casco lo remplazaba mi maleta y la música de fondo, la tarareaba en mi mente imitando la famosa canción de las películas de Rocky Balboa.
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