En una reciente salida de campo a San Andrés, nos explicaba un isleño el papel de las tortugas en la isla. Estos reptiles llegaban a las playas o eran traídas por marineros a los hogares isleños, principalmente como mascotas o como generadores de materia orgánica para plantas. Tarde o temprano, nos contaba el pescador, se dieron cuenta que estos animales no sólo ayudaban en las plantaciones, también se comían cadáveres de otros animales. Las tortugas son carroñeras: se comen incluso a pares de su misma especie.
Con esto en mente, me di cuenta que el parecido que tenemos los colombianos continentales con las tortugas es irrisorio.
Somos los pañas quienes viajamos a San Andrés y Providencia buscando un paraíso lleno de arena blanca, palmas de coco, hamacas y no pensamos en las repercusiones de nuestro actuar. Somos los pañas quienes llegamos a las islas a consumir y malgastar los escasos recursos que tienen los isleños, como lo es el agua. Somos los pañas quienes desechamos lo que consumimos en los grandes hoteles, y ayudamos a construir más pisos sobre los edificios de basura que hay en San Andrés. Somos los pañas quienes hemos desterrado de sus terrenos a los raizales, negando su forma de organización. Somos los pañas quienes hemos negado e invisibilizado la cultura raizal, llegando incluso a prohibir su lengua; los pañas somos tortugas, pues nos comemos a nuestra misma especie, otros seres humanos.
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