En San Andrés, la porción de tierra donde se entierra a una persona tiene un significado importante, pues comprende la relación entre lo ancestral y lo territorial. Por tradición, las y los raizales enterraban a sus familiares en sus patios, cerca de los manglares. Esta costumbre, servía también para establecer que esa porción de tierra le pertenecía a una familia, allí estaba enterrada la placenta (Arocha, 2008) y el cuerpo de los mayores quienes se habían ganado ese terreno y era deber de toda una familia preservarlo por generaciones, lo que significa que no puede ser cedido, abandonado o vendido. Hacerlo es como borrar la memoria, abandonar a los ancestros, herir la genealogía y perder territorialidad. Sin embargo, con la irrupción del gobierno colombiano en el territorio raizal, la tradición del cementerio familiar se vio obligada a la desaparición. La prohibición de los entierros familiares, más que una estrategia de salud pública y ambiental, representa el aniquilamiento del vínculo con el territorio y la cultura raizal. Significa desposeer al otro, vaciarlo de todo lo que le conecta con sus abuelos libertos, con su familia, desligarlo de su relación con la vida y la muerte, con lo sagrado y lo profano.
El cementerio de San Luis es un cementerio público ubicado entre el manglar y la playa, un lugar donde las nuevas generaciones entierran a sus familiares porque los patios ya no son un lugar para ello, sino para el turismo devorador e insostenible, pues muchas personas han vendido sus predios al estado o a organizaciones privadas, o simplemente sus predios han sido tomados por foráneos debido a una insoportable declaración que los determina como “territorios baldíos”. Por tal, estos terrenos ancestrales terminan convertidos en hoteles o edificios como los de la policía, la alcaldía o la Universidad Nacional (donde descansa Mr. JH. Lynton) y terminan convertidos en espacios sin sentido, en espacio para el goce y el descanso de muchos. El cementerio de San Luis es una estructura homogeneizante que impone nuevas costumbres, como la de designar un solo espacio, uno colectivo para el descanso de los muertos, tal como funcionan los cementerios en el continente. Esto, desdibuja esa necesidad de las familias de tener a los muertos más cerca de su casa y de su corazón. Ahora, el cementerio no solo está entre el manglar y la playa, sino también entre el bullicio de los carros de alquiler que transitan por la vía principal, de los restaurantes y las chozas donde los turistas se embriagan con coco loco, se hacen trenzar la cabeza y toman el sol. Ahora, los difuntos no están “cerca de donde sus padres enterraron su placenta, que en el caso de los raizales ha sido en el manglar” (Arocha, 2008:52).
A pesar de que los muertos no descansen en sus respectivos patios, en esos patios distinguidos por un apellido raizal, el cementerio de San Luis representa la resistencia de un pueblo a la desaparición cultural y física, al desarraigo, al turismo, a la contaminación ambiental, a la violencia, al narcotráfico y a la homogeneización del estado. El cementerio de San Luis involucra la persistencia de una comunidad por recuperar los espacios robados, espacios que en el pasado ellos ganaron al mar, por vivir bajo sus propias lógicas de comprender e interpretar el mundo. Es un lugar de protección para muertos y vivos, un lugar donde las voces de los ancestros también gritan “we have the rigth to live”.
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