Hacen falta palabras para describir la belleza de la isla. Su olor húmedo y su caluroso clima, sacaron de mí más preguntas, ideas y anhelos que gotas de sudor. El paisaje, su gente y su cultura y su espiritualidad, hicieron que esos días pasaran más rápido de lo que cae un coco cuando se desprende de una palmera. Dentro de tantas inquietudes y emociones, fue inevitable para mí, sentirme en un lugar diferente a Colombia aunque no lo estuviera, o por lo menos geográficamente hablando. No solo me separaba del continente los cientos de kilómetros de océano que se interponían entre tierra firme y mar adentro; la lengua, la historia, las familias y la particular forma de vivir el tiempo, me daban la sensación de estar en otro país.
El pasar del tiempo y el encuentro con la gente de la isla en especial la población raizal, hicieron que la salida pedagógica se fuera cocinando como un dulce al calor de un fogón de leña: nuestras indagaciones y la disponibilidad siempre jovial de las personas, se juntaron para concluir en un delicioso majar. Pero, “todo no es gloria” dicen los mayores de mi pueblo. Ese majar también se compone de agridulces geografías que, contrastan al San Andrés de las propagandas y paquetes de viaje, con el de la señorial montaña de basura y la falta de agua generada por el turismo insostenible y desbordado. Ese mismo manjar se sigue cocinando con la amarga historia de un pueblo que se resiste a desaparecer, pero que ineludiblemente su población se convierte día a día en extranjera en su propia tierra. Si algún día regresara a la isla ya no podría volver exclusivamente en plan de playa, brisa y mar. Sería agregar unas porciones más de amargura para su gente. Finalmente la cucharada de dulce que se me permitió probar de esa inmensa olla que es San Andrés, fue inevitablemente agridulce.
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